El agua como bien público en una nueva Constitución.

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El tema de los recursos hídricos mantiene su vigencia, constituyendo éste un problema acuciante y de bien común, principalmente para aquellos sectores que se ven privados o limitados en su acceso al agua. El estallido social y la pandemia han dejado al descubierto la envergadura de la crisis. Ésta no puede dejar de estar presente en la agenda pública, acelerando el debate respecto de las transformaciones y soluciones que deben introducirse a nuestra legislación. En sesión del Senado del pasado mes de enero, al no reunirse el quórum requerido para su aprobación, se rechazó el proyecto de reforma constitucional  que apuntaba a establecer a las aguas como bien nacional de uso público, declarando su dominio y uso perteneciente a todos los habitantes de la nación. Junto con ello, entre otros alcances, el proyecto priorizaba el uso del consumo humano y el saneamiento. Su discusión al interior del Parlamento no podrá  volver a retomarse sino después de un año. Con antelación, la propuesta destinada a eliminar el inciso final del numeral 24 del artículo 19 de la Carta Fundamental -que establece que los derechos de los particulares sobre las aguas, otorgarán a sus titulares la propiedad sobre ellos-, fue rechazada en la Comisión Especial de Recursos Hídricos del Senado. Con dicha negativa quedó de manifiesto la  incongruencia que resultaba con el texto contenido en la reforma en el caso que ésta hubiere sido aprobada, al mantenerse el título de dominio del derecho de aprovechamiento de las aguas, poniéndose  en entredicho su calidad de bien nacional de uso público. El rechazo es una mala noticia para el país, agravada en el contexto de la sequía y de la crisis hídrica que golpea  fuertemente a los sectores más pobres de la población, desnudando una vez más el alarmante contraste existente en el uso y concentración del recurso hídrico en el segmento eléctrico, minero y exportador, versus sectores poblacionales y comunidades agrícolas que carecen  del vital elemento para satisfacer sus necesidades básicas, como ocurre con los vecinos de Petorca.

El marco regulatorio obedece a un modelo neoliberal de desarrollo económico y social, cuya idea  matriz  se basa en la concepción privatizadora de los bienes públicos (comunes) impulsada en sus inicios por el régimen del General Pinochet, en que la óptica capitalista convierte todo en mercado, incluyendo el agua. Así, se atribuye al Estado un rol subsidiario,  desvinculando el agua de la tierra y viceversa, por lo que la política actual en materia de aguas en lo medular es consustancial a dicho modelo. Esta visión hace que  éste represente una suerte de verdadera fe creyente  “en la salvación del hombre aquí abajo gracias a un mercado autorregulador”, en palabras de Karl Polanyi, en su libro “La Gran Transformación, Crítica del Liberalismo Económico” (escrito en 1944, pero de plena vigencia hoy).

Al no prosperar el proyecto de reforma constitucional, continúa rigiendo la propiedad de los derechos de los particulares sobre las aguas, desvirtuándose su carácter de bien público, recogido en los Códigos de Aguas y Civil. Esto, porque  el derecho de aprovechamiento que se otorga a los particulares, constituye un título de propiedad que cae dentro de la esfera del comercio humano, justamente cuando una de las características de los bienes de dominio público es que están fuera del comercio humano, pues ello resulta de su destino  y del hecho  que puedan ser usados por todos y que su dominio pertenezca a la nación toda, quien consiente su uso y goce de los particulares.

Los mayores problemas que enfrentan los recursos hídricos estriban principalmente en las leyes y en la organización para su gestión. Esto ha derivado en la falta de involucramiento de la ciudadanía, sin perjuicio de factores técnicos y otros. Por esta razón, los actuales conflictos están ligados a la aplicación del modelo de gestión establecido en la Constitución  y en el Código del Ramo, pues  los criterios de asignación de los derechos de aguas se enmarcan en función de la oferta y demanda, poniendo a los recursos hídricos bajo fuerte presión, especialmente en las zonas donde éstos son más escasos, distorsionando el mercado donde se transan los derechos. “Lo anterior, ha sido fruto de la no inclusión de criterios ni requisitos mínimos que incorporen prioridades de uso, variables geográficas, climáticas y socio ambientales (equidad y justicia), en su asignación”. (Asociaciones Comunitarias de Agua Potable Rural en Chile, Programa Chile Sustentable, año 2012).

Dicho contexto no puede dejarse de lado al momento de analizar los cambios que se promueven, toda vez que las actuales normas constitucionales y legales constituyen el marco regulatorio, respondiendo la política en curso a dicha normativa, gracias al despliegue de continuos intervencionismos, organizados y dirigidos desde el Estado, aunque parezca paradójico, según Polanyi. Sin embargo, ese modelo viene siendo fuertemente cuestionado por la ciudadanía, alcanzando un momento cúlmine con el estallido social y la pandemia sanitaria.

De ahí que lo  razonable sea primeramente  modificar  el texto constitucional, de manera que la Constitución establezca las aguas como bien público (tarea para la nueva Carta Magna), en los términos que buscaba  la fallida reforma constitucional, privilegiando el acceso al agua como un derecho humano fundamental según Naciones Unidas. Luego o paralelamente, adecuar el Código de Aguas  a las normas constitucionales, dictándose un nuevo Código o modificándose el actual. En este mismo orden de ideas, resulta imprescindible eliminar el precepto que establece que los derechos de los particulares sobre las aguas otorgarán a sus titulares la propiedad sobre ellos, de modo que la declaración de bien público que quede reflejada  en la (nueva) Constitución, no sea sólo  una  mera  declaración  retórica. Aquella  norma tuerce y vulnera el carácter jurídico del recurso hídrico como bien público, quedando entregado a un sistema de mercado autorregulador, como el principal asignador del agua, en que se compran y venden los derechos de aprovechamiento. En concordancia con el dominio público, es menester que la concesión por la cual se otorga el derecho de aprovechamiento, sea administrativa, no debiendo estar sujeta  a las leyes del mercado. Atendido que recae en un bien público, sólo en casos excepcionales y preestablecidos la concesión podría ser susceptible de transferencia, los que debieran estar reglados por mandato constitucional en el Código de Aguas.

Al mismo tiempo, se hace necesario dotar al Estado de nuevas potestades y atribuciones –ya no el rol subsidiario-, con miras a definir una nueva política nacional de las aguas incorporada en una política más amplia que abarque los recursos naturales, congruente con un modelo de desarrollo económico social definido por la ciudadanía y sus representantes, con un Estado presente como ente promotor  y arbitrador del bien común,  que  responda a un proyecto de país. El manejo racional y justo del recurso debe ser lo esencial.

La concepción de una nueva política nacional del recurso hídrico que considere los presupuestos y bases antes formuladas, no puede esperar. Su premura es evidente, puesto que hacia el futuro se proyecta que la demanda de agua en Chile siga creciendo, sin perjuicio del aumento de su consumo en los últimos años, a consecuencia del crecimiento demográfico y económico. El sector agrícola es el mayor usuario de agua consuntiva en el país con un 72%, seguido por el agua potable, consumo industrial y uso minero, con el 12%, 7% y 4%, respectivamente (el 5% restante está asociado al sector pecuario y al uso consuntivo en generación eléctrica), según datos de la Mesa Nacional del Agua en su Primer Informe.  Urgente resulta enfrentar las necesidades, conflictos y desafíos que encierra el uso, aprovechamiento y distribución del recurso hídrico, siendo necesario contar con una legislación acorde y que encause dichas  demandas, en un tiempo de creciente efervescencia social y política.

Fuente: elranguino.cl