EL DESARROLLO AMBIENTALISTA COMO PUNTO DE FUGA

Ciencia y tecnología: los desarrollos que hace dos siglos potenciaron nuestra calidad de vida, hoy afrontan nuevos dilemas económicos, ambientales, políticos y filosóficos. Crecimiento, desarrollo, progreso, sostenibilidad, circularidad: la coyuntura tensiona el sentido de dimensiones que creíamos conocidas.

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En apenas dos siglos, la aplicación de los desarrollos científicos y tecnológicos  mejoró nuestra calidad de vida; disminuyó, incluso, la pobreza. Pero hoy, la problematización sobre qué actividades y tecnologías son o no aceptables se intensifica, de la mano de la conciencia del impacto socioambiental de los modelos productivos y de los reclamos impulsados por los movimientos sociales a nivel global y local. En medio de estas tensiones hay dos consensos: el diagnóstico sobre la gravedad de los problemas ambientales: calentamiento global, cambio climático, pérdida de biodiversidad y ecosistemas, sobreproducción de residuos, entre otros. Y sobre los económicos: en Argentina el 40,6% de la población vive bajo la línea de pobreza, al desempleo del 8,2% se le suman las consecuencias de la deuda, la inflación y una desigualdad que se agravó con la pandemia. 

Sin embargo, si el desarrollo orienta la política macroeconómica nacional con la promesa de acercarnos a las mediciones de calidad de vida de los países centrales, su significado está en disputa y las líneas de acción a futuro son, cuanto menos, foco de controversia. Como señala Mariana Saidón, en tanto las medidas usuales para afrontar los problemas económicos (crecimiento del PBI, reducción de las importaciones, aumento de las exportaciones) parecen a priori contraponerse a las hipotéticas soluciones para los problemas ambientales (decrecimiento del PBI y de la población, reducción de la emisión de gases, reducción del consumo), una disputa aparentemente irreconciliable opone economistas a ambientalistas. ¿Es el desarrollo sustentable posible? ¿O nos enfrentamos a una contradicción insuperable?  

Un círculo cuadrado

Daniel Schteingart usa esta expresión para señalar que el desarrollo sustentable parece un oxímoron. Hasta hoy, ningún país alcanzó un alto grado de desarrollo humano con bajo impacto ambiental. Según el sociólogo, los datos muestran que los niveles de bienestar de la población son mayores en aquellos lugares que alcanzaron altos grados de desarrollo. 

Es decir que el crecimiento económico es un factor relevante para el bienestar humano, en términos económicos, sociales y de salud. En Argentina, destaca, existe una fuerte correlación positiva entre el crecimiento del PBI per cápita y la disminución de la pobreza. Por eso, el crecimiento (y no sólo la redistribución de recursos) es un elemento imprescindible y urgente para mejorar el pasar de las mayorías. 

Aunque durante mucho tiempo la economía del desarrollo dejó de lado las preocupaciones ambientales, hoy toda política de crecimiento debe atender a los evidentes impactos ambientales del desarrollo capitalista. Descuidar la sostenibilidad ambiental es un problema tanto social (por la degradación de nuestro ambiente) como económico (la performance ecológica es cada vez más necesaria para insertarse en los mercados globales). Por eso, considera posible y necesario articular sostenibilidad social (entendida como el bienestar de las mayorías, a partir de la reducción de la pobreza, la desigualdad, la desocupación y la precarización laboral y del acceso a bienes públicos tales como educación, salud o infraestructura), macroeconómica y ambiental en un círculo virtuoso. 

La pregunta es: ¿en qué basar ese crecimiento sostenible en un país como la Argentina?

Desarrollo sustentable y periferias

Según los datos del INDEC para el primer semestre de 2021, los complejos sojero, maicero, automotriz, petrolero-petroquímico, triguero, carne y cuero bovinos, oro y plata, pesquero, girasol, y cebada concentraron el 78,2% del total de las exportaciones. Una verdad de perogrullo: el crecimiento inmediato de la Argentina se vincula al desarrollo de actividades vinculadas a la agroindustria y diversas actividades extractivas. 

Para Schteingart, “bajo ciertas condiciones, los recursos naturales pueden ser una palanca para el desarrollo”. Así, mejorando los estándares ambientales en estas industrias, diversificando progresivamente las fuentes de producción de divisas hacia otras industrias que permitan repensar nuestra inserción global y haciendo del Estado un organismo activo en la regulación y el control, Argentina podría comenzar a trazar un sendero hacia un “desarrollo ambientalista”.

Pero la posibilidad de alcanzar la sostenibilidad ambiental en actividades como la soja o la minería es cuestionada por expertos y movimientos que se despliegan en diversas zonas del país, suscitando lo que Maristella Svampa llama un “pensamiento ambiental latinoamericano” o “giro ecoterritorial”. Entre ellos, Damián Verzeñassi es contundente: las actividades extractivas y el complejo agroindustrial no pueden ser sustentables, por su excesiva demanda de agua, por sus efectos contaminantes y por los daños que el uso de agrotóxicos producen sobre el cuerpo social e individual. 

El médico afirma que las consecuencias del actual modelo se reflejan en una “geopolítica de la enfermedad” que implica el traspaso de las “industrias sucias” a zonas sacrificables (el Sur global) para garantizar a otras regiones la posibilidad de recuperación y la salud de sus habitantes. Para Verzeñassi no es posible compatibilizar un desarrollo respetuoso del ambiente con uno basado en la explotación a gran escala de los recursos naturales -y no sólo por sus efectos sobre el ambiente sino también socioeconómicos: un modelo que impulsa la concentración de la tierra y que hasta hoy no mostró ser la respuesta al problema de la pobreza-.

Hacia una economía circular

Si bien los dilemas sobre la orientación económica, política y filosófica del desarrollo que queremos permanecen abiertos, Mariana Saidón propone un conjunto de políticas intermedias que parten de puntos comunes para resolver los problemas ambientales y los económicos. Como señala la economista, habría que modificar ciertos aspectos de los modos de producción y de consumo para tender hacia un modelo de “economía circular”: reducir y sustituir insumos y productos importados, virar hacia consumos basados en desarrollos locales y aumentar la reutilización y el reciclaje para minimizar la generación de residuos.

La tarea no es sencilla. En primer lugar, demanda que los ciudadanos modifiquen sus patrones de consumo: descartar menos, reutilizar más, comprar local. Allí no sólo interviene el voluntarismo sino también el hecho de que los ciudadanos-consumidores  puedan y sepan cómo hacerlo, contando con los dispositivos necesarios que lo hagan posible en su vida cotidiana. Segundo, que el sector empresarial avance en la misma dirección, por convicción propia, de su clientela o del Estado para avanzar hacia modelos productivos más limpios. Tercero, un Estado capaz de reorientar los patrones de oferta y demanda de bienes y servicios mediante inversiones y fomentos positivos, pero también con la sanción de las externalidades negativas. Todo esto requiere no sólo de dinero (socios locales y globales) sino de la producción de consensos públicos y privados que permitan transformar la mirada cortoplacista (a veces la única que el contexto habilita) para alcanzar acuerdos socio políticos de mediano y largo plazo, que sean más que agendas.

Fuente: https://www.revistaanfibia.com/