Transición Energética Justa: Desafíos para una Gobernanza Ambiental Democrática.

Una advertencia sobre las grandes tensiones y disyuntivas sociotécnicas que presenta hoy la transición hacia matrices energéticas más limpias presenta esta columna para CIPER: «Sin una concepción que pueda incluir la justicia, el acceso, la equidad y la democratización de la energía, las propuestas de transición energética tenderán a perpetuar la hiperconcentración de la propiedad, y se concentrarán en el recambio tecnológico bajo las lógicas neoliberales.»

Para cumplir con las metas comprometidas de reducción de emisiones de GEI, los países de América Latina y el mundo están implementado diversas políticas de transición hacia matrices energéticas consideradas «verdes» o «limpias», basadas en fuentes de energías renovables no convencionales (ERNC), tales como la eólica, solar, hídrica de pequeña escala y, más recientemente, hidrógeno verde. En el marco de gobernanza ambiental predominante ―marcado por una fuerte liberalización del sector energético, el rol subsidiario de los Estados y sistemas democráticos con creciente pérdida de legitimidad de las instituciones y escasa incidencia ciudadana en la toma de decisiones―, tal transición muestra tensiones y desafíos sociotécnicos de gran envergadura. Entre éstos aparece especialmente el rol que les cabe a los Estados sobre la oferta y la demanda de energía y materiales, y que expertos denominan «metabolismo socioeconómico» [1].

La urgencia de los Estados por «tomar las riendas» del sector energético se materializa en dar respuesta antes a las expectativas de los inversionistas y mercados globales, que a otras necesidades que surgen de la mano de la transición (¿qué energía, cuánta y para quién?). Convierten así el proceso en un oxímoron, si observamos los fracasos que tal política ha implicado para el logro de acuerdos y trazado de metas más ambiciosas en las cumbres internacionales sobre clima y medio ambiente; la debilidad para convertir los acuerdos en acciones y normativas vinculantes; y la histórica falta de medios (presupuesto, capacidades, actores) en las institucionalidades nacionales, regionales y globales sobre estas materias [2].

Debido a que la globalización neoliberal presupone el crecimiento sostenido como sinónimo de desarrollo y meta incuestionable, los países del Sur global buscan mantener una producción sostenida de insumos orientados no tanto al autoabastecimiento ni la distribución local de la energía, como más bien a facilitar la transición energética en los países industrializados, aspirando a generar ganancias mutuas. Pero dada la histórica subordinación a la demanda de energía y materiales del Norte, esta expectativa de ganancia mutua tiende a reproducir relaciones colonialistas y profundizar la desigualdad en la distribución de costos y beneficios socioecológicos.

En los últimos años, la polarización del debate público sobre estas materias ha llevado a caricaturizar las voces críticas como regresivas o propias de regímenes totalitarios, e incluso cuestionar las evidencias científicas de la crisis climática como si de opiniones o conspiraciones se tratara. Ha ocurrido no sólo en las redes sociales sino también en el relato de autoridades públicas negacionistas. Pero están a la vista los resultados del predominio de los criterios de mercado en la toma de decisiones sobre energía, en particular, y de gestión territorial, en general. La concentración de actores en el mercado energético, la emergencia climática en curso y sus repercusiones ―deterioro ecosistémico, pérdida de biodiversidad, daños a la salud y a los medios de vida de las comunidades, entre muchas otras― son evidencias claras de sus consecuencias.

Adicionalmente, en el marco del modelo de producción y consumo vigente las llamadas energías «verdes» o «limpias» no están libres de afectaciones. En primer lugar, por un problema de escala: en el mercado energético, lo más relevante no es la satisfacción de necesidades, sino la comercialización de la energía, y por tanto la inversión está orientada a obtener grandes ganancias, a través de grandes proyectos. Eso explica iniciativas tales como la implementación de megaparques eólicos, ampliaciones de infraestructura para la alimentación de sistemas de transmisión eléctrica centralizados, «enjambres» de proyectos hidroeléctricos medianos y pequeños; y, más recientemente, la proyección a gran escala del hidrógeno verde. En segundo lugar, existe un problema de orientación: los principios que rigen la transición a secas no permiten pensar en modelos energéticos basados en energías renovables, distintos al que existe actualmente para las energías de origen fósil. Sin una concepción que pueda incluir la justicia, el acceso, la equidad y la democratización de la energía, las propuestas de transición energética tenderán a perpetuar la hiperconcentración de la propiedad, y se concentrarán en el recambio tecnológico bajo las lógicas neoliberales.

LA TRANSICIÓN COMO DESAFÍO POLÍTICO

En América Latina, en general, y en particular en Chile, el desarrollo de los proyectos energéticos no está siendo discutido en términos de seguridad energética, justicia climática, mejora de la cobertura ni ejercicio del «derecho a la energía» que diversas organizaciones han comenzado a enarbolar por su centralidad para una vida digna. La prioridad es la participación en el mercado global, lo cual perpetúa la venta de commodities [3] como impulsora de las economías del Sur. De hecho, la Comisión Desafíos del Futuro, Ciencia e Innovación y Comisión de Minería y Energía del Senado en Chile, llegó a afirmar que el país «tiene una posición privilegiada para capturar parte importante de ese mercado ‘premium’ (europeo) por sus niveles de radiación solar y la posibilidad de generar hidrógeno verde competitivo».

Una transición energética a secas, por tanto, no será capaz de abordar la magnitud de estos desafíos si se reduce al reemplazo tecnológico que implica el recambio de combustibles fósiles por fuentes denominadas «limpias». Profundizar la democracia de la gobernanza ambiental y robustecer su capacidad para diseñar e implementar una política pública decidida y con capacidad de acción suficiente para resguardar los criterios de protección de los ecosistemas, justicia ambiental y ejercicio de derechos de las comunidades y las personas, resulta indispensable. El conjunto de posibilidades que se abren bajo estas premisas es lo que consideramos una transición energética justa. 

En este sentido, resulta fundamental la apertura al diálogo, reconociendo los múltiples vínculos presentes y posibles entre entre los saberes locales y ancestrales y la implementación de tecnologías capaces de atender las necesidades de la población [4]. En América Latina, la aproximación hacia una transición justa por parte de las comunidades locales, supone poner en cuestión las relaciones de dependencia y subordinación de unos territorios y actores sobre otros; y alertar sobre los riesgos de generar nuevas extractivismos energéticos, de la mano del recambio tecnológico y de la oferta de «empleos verdes», habida cuenta de su insuficiencia e incapacidad de asegurar la justicia ambiental y reducir la conflictividad [5]. Asimismo, en vez de reducir a la ciudadanía a la condición de consumidores pasivos de energía, es preciso tener en cuenta la perspectiva de «comunidades energéticas» que ejercen o buscan ejercer soberanía sobre sus proyectos, y pueden llegar a incluir ajustes en las prácticas, estilos de vida y relacionamientos con el entorno [6, p.5]

Existe el riesgo de convertir la transición justa en un concepto tan amplio que resulte vacío. Por esta razón, varios autores del Instituto de Investigación de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social, han mapeado el espectro de posibilidades de transición, considerando su cercanía o distancia con la transformación del régimen predominante:

i)En el lado más conservador del espectro, encontramos reformas que buscan «enverdecer» el mercado energético, a través de incentivos directos a las corporaciones para invertir en fuentes no convencionales o mejorar la eficiencia en sus consumos. Si bien estos cambios buscan reemplazar los trabajos asociados a combustibles fósiles por nuevos empleos (verdes), los patrocinantes de este tipo de reformas no cambian las «reglas de juego», y por lo tanto no consideran la integración de los territorios en los nuevos trabajos ni previenen los impactos producidos por los proyectos de energía renovable y sus actividades asociadas. Así, el deber del Estado se limita a generar un ambiente propicio para incentivos verdes a productores y consumidores. Esto es lo que Kallis [7] ha denominado «ecomodernismo», una perspectiva que sitúa los desastres ambientales en un pasado del que ya se ha aprendido y no se repetirá si se toman las medidas adecuadas. Destacan las voces tecno-optimistas que confían en una salida tecnológica de la crisis; omitiendo, por una parte, el carácter sociotécnico y político de las decisiones, así como sus impactos socioecológicos [1].

ii)Con más énfasis en la gobernanza, se encuentran iniciativas que apuestan por reformar los mecanismos de gestión, fortaleciendo las capacidades reguladoras del Estado. Esto implica un aumento de los estándares socioecológicos de la producción, mejora en los sistemas de regulación y fortalecimiento de los mecanismos de fiscalización. También se encuentran las medidas de mitigación y compensación de las comunidades; e iniciativas para la reducción de conflictividades, como la participación ciudadana anticipada en los procesos de evaluación de impactos [8]. Destacan la cooperación pública-privada, y enfatizan la importancia del diálogo entre gobiernos, trabajadores y empleadores. Responden también a la necesidad de resguardar los derechos laborales frente a eventuales cierres de plantas contaminantes, como las termoeléctricas. 

iii)Con un compromiso más claro con la profundización democrática y la justicia ambiental, encontramos iniciativas que buscan asegurar una justicia distributiva y procedimental, buscando la equidad y la inclusión en los procesos de toma de decisiones sobre proyectos energéticosPlantean la posibilidad de establecer regímenes de propiedad y administración colectiva a nivel de proyectos y sistemas para la generación, producción y distribución de energía limpia. Cuestionan la tendencia a la concentración de la propiedad y las desigualdades que genera la producción y comercialización de energía fósil, poniendo el foco en la justicia y en la reforma de las instituciones que hacen posible las desigualdades, no sólo en las compensaciones a las personas y comunidades afectadas. Requiere, por tanto, cambios institucionales, sociales, políticos y culturales profundos, para que la sociedad con su diversidad de actores, pueda efectivamente hacerse cargo de estos nuevos sistemas energéticos. 

iv)Apostando por una transformación integral del modelo encontramos finalmente los planteamientos que apuestan por una revisión densa y completa de los regímenes políticos y económicos vigentes, considerados responsables por la crisis social, ambiental y climática. Promueven alternativas al desarrollo y cuestionan la premisa del crecimiento sostenido, así como también los fundamentos modernos de la relación entre actores humanos y no humanos, sociedad y naturaleza, en aras de una perspectiva ecológica e integrada que reconozca la existencia como «entramado» vital, basado en relaciones de influencia recíproca y ecodependencia. Las culturas, tradiciones y sabidurías de los pueblos originarios son consideradas esenciales para una transición justa, histórica y territorialmente pertinente. Esta perspectiva, donde convergen corrientes del ecofeminismo, cosmovisiones de pueblos originarios y ecosocialismos, plantea la importancia del diálogo de saberes y la escucha de voces históricamente subordinadas o invisibilizadas, como las mujeres, pueblos indígenas, migrantes, pueblos del Sur global y diversidades sexoafectivas, entre otras. Aquí encontramos también un amplio espectro de posibilidades para la profundización democrática, desde las demandas por participación e inclusión hasta los ejercicios de autonomía y soberanía.

TJLA COMO OPORTUNIDAD DE TRANSFORMACIÓN

A la fecha de elaboración de este artículo, el gobierno chileno ha anunciado la incorporación de la transición justa como enfoque transversal, incluyendo no sólo los desafíos energéticos sino también hídricos, alimentarios, transporte y otros. Esta iniciativa resulta afín con la discusión y debate político de otras instancias, como la Convención Constitucional en curso; y puede considerarse una oportunidad para co-crear una agenda de transición audaz, capaz de responder a los desafíos socioecológicos y sociotécnicos propios de la emergencia climática y la crisis socioecológica a escala global y local. Hoy es posible pensar en un proceso de discusión abierto y democrático sobre los desafíos para transitar de una matriz energética altamente vulnerable y dependiente de la importación de combustibles, hacia una matriz orientada en primer lugar a garantizar la cobertura y el acceso a la energía de las personas y las comunidades. 

El derecho a la energía de los hogares y las personas debiese enmarcar las conversaciones sobre transición, buscando responder sobre cómo, dónde, para qué y para quiénes se producirá la energía. Para esto, vincular el proceso político con principios rectores que formulen una política nacional sobre transición justa es fundamental. Criterios como la descentralización, reparación y restauración, equidad, democratización y soberanía a toda política pública que emane del Estado, debiesen conformar el «paraguas» para una transición socioecológica y energética justa. 

Finalmente, las posibilidades de incidencia y el fomento a las autonomías de las comunidades y la ciudadanía pasa por el desarrollo de capacidades, la potenciación de aprendizajes y la puesta en común de saberes colectivos. Las estrategias de mitigación y compensación tienden a relacionarse con los afectados de un modo pasivo y subordinante, como indica la experiencia de los relacionamientos entre el Estado y las empresas en las llamadas «zonas de sacrificio» [10]. Es preciso reconocer la actoría local y sus saberes como interlocutores válidos de un diálogo donde los cuidados estén al centro [9]. Estas premisas son claves para la gobernanza socioecológica de una transición energética justa. 

Fuente: ciperchile.cl